DANI ORVIZ

POETA+SLAMMER+SHOWMAN

CAPÍTULO IV: Un encuentro inesperado.

Posted by on Mar 27, 2020

 

 

Capítulo 4.

 

Un encuentro inesperado.

 

 

Al día siguiente lucía el sol de nuevo, y bajo su resplandor la sensación que el extraño ataque de Ana les había dejado la tarde anterior se fue desvaneciendo hasta que todo acabó pareciendo poco más que un mal sueño. Además, la vida seguía y por desgracia Davor tenía que irse para la concentración con el equipo. Tal y como solía hacer antes de este tipo de reuniones, el futbolista se despertó temprano, y tras hacer varias series de abdominales, recorrió corriendo el pasillo adelante y atrás, hasta que calculó que había hecho unos veinte kilómetros. Luego desayunó un café fuerte con tres huevos fritos y varias magdalenas mientras Ana devoraba una deliciosa tostada con aguacate acompañada de un té verde. Antes de irse, Davor realizó su particular “conjuro”, que no era otro que  tocar brevemente con la palma de su mano cada uno de los 24 melones de la suerte. Aunque, en esta caso acabaron por ser 26. Después Ana lo acompañó al garaje, donde lo despidió con un amoroso beso que, como todos los besos de despedida, supo a poco. Sintiendo ya cómo la soledad la invadía, Ana vio cómo el portón del garaje se cerraba y entonces se quedó sola.

 

Lo cierto era que hasta ese momento no había pensado de verdad lo que suponía quedarse sola allí, en aquella casa que aún no era suya del todo. Pero en ese momento, mientras subía las escaleras del garaje, lo comprendió por fin sin bagajes, y todo el peso de los dos días que Davor iba a estar fuera le cayó como un barreño de agua fría sobre las espaldas. ¿Qué iba a hacer? No tenía rodaje hasta la semana siguiente. Y podía salir, sí. Ella era una persona de lo más social, y nunca le faltaban amigas o amigos con los que quedar para tomar cualquier colorido cóctel en la terraza más de moda. O también podía ir de compras, hacía tiempo que no se hacía con unos nuevos zapatos, y ya se sabe que las boutiques son el mejor amigo de una mujer sola. Pero, sin embargo, concretó mientras salía al largo pasillo del primer piso, había algo en aquellas paredes que la estaba instando a quedarse allí. Una fuerza que la llamaba, como si los muros quisiesen decirle algo. Ana pensó en la leyenda del fantasma y se estremeció levemente. ¿ Y si aparecía ante ella?. Pero luego recordó lo que el padre había dicho. Fuese lo que fuese, la presencia de aquella casa era benéfica. Y fue en ese mismo momento cuando a Ana le vino a la cabeza lo que la casa le estaba pidiendo.

 

Tenía que pintar las paredes.

 

Sí, estaba clarísimo. Eso era lo que faltaba en aquel lugar, una buena mano de pintura que lo dejase reluciente y radiante y limpiase de él todas las viejas energías.  Además, teniendo en cuenta que casi no había muebles, y que los muros estaban aún libres de cuadros o fotos que pudiesen entorpecer el trabajo, aquello iba a suponer una tarea facilísima.  Y lo mejor de todo: lo haría ella misma. A mano y sin ayuda de nadie. Igual que en las películas, poniéndose un peto blanco, y usando escalera e incluso esa cosa con rodillo tan graciosa. Y cuando Davor volviera dentro de dos días se la encontraría salpicada de pintura de arriba a abajo, y con toda la casa reluciente, por fin lista para ellos dos, y ella diría “¡sorpresaaaa”! Y le daría un brochazo en la nariz y él la agarraría y caerían los dos sobre los periódicos del suelo y…mientras iba pensando en todo esto, Ana recorría la casa, imaginando en cada uno de los amplios cuartos cómo quedaría con el nuevo color, cómo luciría tras  darle su mano mágica. El salón, los baños, el pasillo. Estaba en el medio del pasillo del primer piso cuando la vio. La chica estaba parada ahí en medio, mirando a Ana con ojos muy abiertos.

Al principio Ana se asustó. Se quedó parada como si fuese un gato sorprendido de pronto por las luces de un coche, que no atina ni a moverse. La chica era muy joven…pero el vestido rosa y la diadema de flores que llevaba la hacían parecer aún más. En cualquier otra situación la aparición de una extraña en el pasillo de tu casa hubiese hecho que Ana gritase, o que al menos preguntase qué hacía allí. Pero en aquel momento, por alguna razón la situación mandaba silencio. Como si el simple hecho de hablar hubiese hecho que la aparición se desvaneciese. Y eso, como Ana sintió en lo más profundo, hubiese sido un error. Ambas mujeres se miraron durante un largo rato. Luego, como rompiendo la calma, la aparecida levantó su brazo y se llevó el dedo índice a la boca, en gesto de silencio. Y luego extendió ese mismo dedo para señalar a la puerta que tenía a su izquierda. Entendiendo bien la orden, Ana caminó hasta la entrada del cuarto y acto seguido entró en él.

Dentro del cuarto había otras dos personas. En este momento a Ana ya no le extrañaba nada, así que estas dos nuevas apariciones no le sorprendieron lo más mínimo, ni tampoco el hecho de que de repente la habitación estuviese totalmente amueblada con un estilo elegante y serio, pero totalmente diferente al que ella hubiese puesto. Además, de repente fuera llovía sin parar, y sonaban truenos lejanos que parecían acercarse. A la luz de la ventana sembrada de gotas, Ana miró en silencio a las dos personas. A una la conocía bien: Era Encarna, la que había sido la antigua habitante de la casa, de alguna manera viva de nuevo  y con el aspecto que había tenido en el esplendor de su carrera. A la otra mujer Ana no la conocía de nada, pero le desagradó profundamente. Era una vieja delgada y enjuta, vestida de negro, con nariz afilada y unos ojos grandes y perturbadores que le daban a su rostro el aspecto de un curioso híbrido entre pájaro y macaco. Tanto desagrado le causó que Ana le atribuyó inmediatamente el desagradable olor a leche rancia que había invadido el cuarto. De repente, Encarna se giró y miró a Ana. Pero no la estaba mirando. En realidad miraba a través de ella, igual que una actriz mira sin ver al espectador que ve su película.

 

—No lo entiendo —dijo Encarna con evidente desesperación en la voz— No sé qué me está pasando. ya…ya no soy capaz a controlarme. Yo…yo no soy así. A estas alturas todo el mundo sabe que yo  soy…que yo soy una señora. Alguien de trato exquisito, fino. Fiable. Y es cierto que nunca me ha faltado arranque para cantarle las cuarenta a quien intentara subírseme a la chepa. Pero…pero esta furia…este odio que me está invadiendo. Esto no es normal.

—No pasa nada, señora – contestó la vieja con una voz quebrada que sonó a quejido de buitre— Son épocas. Algunas son mas difíciles que otras.

—¡No!—la cortó Encarna— ¡No! ¡Ni te atrevas a decir eso! ¿Crees que no he tenido épocas difíciles? ¿yo? ¿Yo que llevo décadas siendo la comunicadora número uno? ¿siendo la voz de quienes no tienen voz? ¡Anda que no he tenido épocas difíciles yo! Pero esto—añadió, con la vista perdida en el infinito— esto es otra cosa. Es un odio negro. Negro y profundo que me va invadiendo poco a poco. Que crece y crece dentro de mí.

 

A medida que Encarna hablaba, el sonido de los truenos en el exterior, que había sonado lejano, se había ido acercando, y ahora marcaba rítmicamente su discurso haciendo temblar todas las paredes de la casa.

—La gente que denuncio en el programa. Los sinvergüenzas de los que hablo. Esos…esos hasta ahora no habían sido para mí más que una labor social, una deuda con el pueblo que cumplir desde mi tribuna privilegiada. Nada personal. Pero de un tiempo a esta parte…de un tiempo a esta parte el odio hacia ellos me consume. ¡Me arrolla! ¡No sólo quiero denunciar sus actos! ¡Siento que quiero matarlos! —trueno— ¡Quiero arrancarles la piel!—trueno— ¡Quiero aplastarlos como cucarachas!—un trueno más grande aún. Y no sólo a ellos—dijo entonces con terror—a ellos y a toda la humanidad.

—Quizás la humanidad merece eso, señora—dijo la vieja.

—Y luego están los sueños—continuó Encarna— cada noche el mismo sueño. La negrura total, y el olor a leche rancia, y los truenos. Los truenos retumbando en mi cabeza, tanto que casi no me dejan escuchar la voz…esa voz oscura que una y otra vez repite esas palabras extrañas: YOSO…PAZÚ…CHOCÁ! ¡YOSÓ…PAZÚ…CHOCÁ!

 

Ana se estremeció ante cada una de aquellas raras palabras, como si le trajesen un oscuro recuerdo de algo. Pero no podía ser, no las conocía de nada. No podía conocerlas. ¿por qué se le quedaban entonces tan dentro, que ahora le resonaban a ella también?

—¿Qué…qué galimatías es ese?— dijo Encarna— ¿Qué significan estas palabras que no entiendo y sin embargo me suenan tan cargadas de maldad?…me estoy…me estoy volviendo loca, dios mío. Estoy…estoy perdiendo la noción del tiempo. Hay veces que pierdo la consciencia, y pasan horas en las que no recuerdo lo que he hecho…

—Es normal, señora —dijo la vieja— Sólo cansancio.

—¿Cómo que sólo cansancio?—dijo Encarna alarmada— Y tú…¿quién eres tú? ¿por qué te cuento todo esto?

—Soy su sirvienta, señora—contestó la vieja.

—¿Mi sirvienta? ¿desde cuándo? No…no recuerdo haberte contratado. ¿Cuánto llevas aquí? ¿Quién eres tú?

La vieja apretó la mandíbula y abrió sus terribles ojos tanto que parecían dos abismos blancos perforados por dos tumores de negrura y odio. Con terror, Ana vio cómo por la comisura de los labios asomaban sus dientes amarillos y raídos.

—Yosó Pazú Chocá—dijo la vieja.

—Dios mío— dijo Encarna— Eso es lo que me temía. Dios mío, sálvame. Sálvame, señor mío.

—Yosó Pazú Chocá —repitió la vieja lanzándose hacia Encarna— ¡YOSÓ PAZÚ CHOCÁ!

 

Ana quiso gritar, pero en ese momento sintió que una fuerza extraña tiraba de su brazo hacia atrás, como una leve corriente de aire. Se giró y vio que en el pasillo estaba la chica que había visto antes, acompañada de muchas más. Decenas de chicas, tantas que Ana no podía ni contarlas. Todas ellas con aquellos ridículos vestidos y con el mismo agujero en el corazón.

—Ana, escúchame —dijo la chica con una voz que parecía venir desde otra dimensión— Te hemos mostrado esto para que entiendas lo que está pasando, pero ahora tienes que salir de aquí. Tienes que irte pitando. Nos ha estado utilizando, Ana. Utilizando para engañarte. Tienes que irte de esta casa.

—¿Utilizando? Pero…¿quién?—dijo Ana confusa. Y luego recordó— Pero…pero yo iba a pintar.

—Ni se te ocurra —dijo la chica— De verdad, ni se te ocurra pintar. Si pintas estás perdida, ¿me oyes?. Sal de aquí ya, y no vuelvas. ¡YA!

 

Ana dudó. Ya la visión que había tenido en la habitación comenzaba a desvanecerse, y hasta parecía que aquellas chicas aparecidas se iban haciendo también más transparentes. ¿Por qué tenía que irse ella de aquella casa, con aquellas paredes tan bonitas, con aquellas paredes que pin…

—¡YOSÓ PAZÚ CHOKÁ!—sonó la voz de la habitación, tan fuerte que la casa entera vibró de arriba a abajo. Y entonces Ana recordó.

 

Y sin pensarlo, sin siquiera ponerse un abrigo, corrió escaleras abajo y cruzó el hall de entrada sin mirarse al espejo, y abrió la puerta y cruzó el jardín en el que volvía a brillar el sol, y abrió la puerta a la calle y salió a la acera y corrió, y corrió, ya estaba dejando la casa atrás, ya estaba lejos.

 

La capucha cayó sobre ella en una exhalación y la sumió de repente en la oscuridad total. Confusa, Ana quiso quitársela pero de pronto unos fuertes brazos la sujetaban, tan fuertes que no podía ni moverse.

—Ahivalaostia—dijo la terrible voz que venía desde fuera—¿No os dije que saldría? ¿No os lo dije? Pues aquí la hemos pillao por fin, cachisentodo.

 

 

(Continuará…)

 

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