CAPÍTULO XVII: Un pacto entre caballeros.
Capítulo 17
Un pacto entre caballeros.
—Ana, amor mío – dijo Davor en un correctísimo y perfectamente modulado castellano—. Por fin has llegado. Por fin estás aquí. Ahora podremos estar los dos juntos. Juntos para siempre, en esta casa que es tuya y mía, y que lo seguirá siendo por toda la eternidad.
La casa. Pero antes era necesario hablar sobre la casa. La casa. La casa. La casa estaba mal. Muy mal. La casa estaba errónea, equivocada. Todo iba mal en aquel lugar. Ya no era el hogar maravilloso que Ana había soñado con decorar a su gusto unos días atrás, eso estaba más que claro. No habían hecho falta más que unos segundos en ella para que lo notase. Algo iba terriblemente mal en aquel sitio.
Tras veinte minutos de inenarrable tortura auditiva, Ana había visto por fin la luz al final del túnel, y esa luz le había mostrado una estación gemela a la que había abandonado, pero esta vez con fotos de la terrible Encarna en los carteles y el nombre “Voz de España” en los identificadores fucsia. Corriendo, había recorrido otro pasillo, y había subido otras escalera de caracol, que la llevaron a una puerta metálica con una palanca al lado. La palanca cedió con facilidad, y Ana salió a un espacio que creyó reconocer. Era el vestíbulo de su casa con Davor. Miró hacia atrás y descubrió que era el gran espejo de la entrada, el intruscado en la pared, el que servía de puerta secreta. Por eso no se podía sacar, pensó. Y luego miró a su alrededor. Por fin estaba en casa. Pero no lo estaba.
Porque la casa estaba mal. Rematadamente mal.
Cómo decirlo. Era un mal que no estaba en los detalles visuales, sino más allá. Y no es que los detalles visuales no fuesen horribles. Los nombres pintados en las paredes habían vuelto, por ejemplo. Pazuzu, Pazuzu, se leía por todas partes con tinta más negra y brillante que nunca. Y ahora era como si hubiera cientos de miles, como si todos los condenados al infierno hubiesen estado pintando nombres con desesperación. Y entre ellos había trozos de papel pegados, en las paredes y también por el suelo. Ana no tardó en darse cuenta de que eran trozos de los ejemplares del “Hola” que Davor había comprado. Pero en las fotos que mostraban aquellos trozos, su imagen y la de Davor habían cambiado, y ahora presentaban rasgos deformes e imposibles, agujeros negros en lugar de ojos y sonrisas diabólicas llenas de dientes y curvadas hacia el infinito. Pero todo aquel horror iba más allá. Mucho más allá.
Había algo en la propia consistencia de la casa. Como si aquellas paredes manchadas no se quedasen quietas, y mantuviesen un leve ir y venir que sólo se captaba por el rabillo del ojo.
Como si estuviesen respirando, pensó Ana estremeciéndose de terror.
Y luego estaban las esquinas. Las esquinas y las junturas de las paredes y los techos. Eso era lo peor. Había algo terrible en las esquinas, como si ya no fuesen un encuentro y fuesen…fuesen…un abismo. Un abismo que se abría si lo mirabas fijamente. Se abría a la oscuridad, y al fondo de aquella oscuridad había bichos. Bichos con tijeras y cuchillas en sus picos, que venían hacia ti reptando. Reptando para cortarte el pensamiento en trocitos.
Ana apartó su mente de allí. Tenía que avanzar, o iba a volverse loca.
Entonces vio a la chica. La chica estaba esperándola al fondo del pasillo. Era la misma que ella había visto la otra vez, pero ahora ya no quedaba en ella nada humano. Ya no hablaba, tan solo la miraba con ojos tan fríos y muertos como un agujero de serpiente vacío. Y cuando tuvo constancia de que Ana la miraba, alzó su brazo podrido y raído por gusanos y señaló la puerta del salón. Ana obedeció su orden, qué otra cosa podía hacer. Caminó lentamente, y sin querer mirarla del todo, hasta el lugar en donde había sido tan feliz.
En la gran habitación, el aire era denso como sopa de sudor y rezumaba azufre, leche agria y maldad. Y la luz era blanca y cruda como el hueso, como si un rayo se hubiese quedado congelado en el tiempo y su estallido hiciese estremecer cada átomo de la estancia. En aquel resplandor demencial, Ana contempló con horror en lo que se había convertido el salón.
Aquel lugar estaba derretido. Sí, esa era la palabra. Era como si sus contornos no hubiesen podido aguantar más su propio peso y se hubiese dejado reblandecer y deformar por una mano gigante. Y esa mano gigante las había lanzado hacia arriba, y hacia los lados, de tal modo que sus dimensiones se habían multiplicado, hasta parecer las de una catedral. Una catedral que estaba viva. Que respiraba como lo hacía toda la casa. Una catedral construída con los huesos gigantes de un Leviatán bíblico, y en cuyas paredes blandas gritaban miles de bocas en rictus de dolor, y se contorsionaban mil cuerpos atravesados por terribles torturas. Y en cuyas partes oscuras, comprendió Ana temblando, aquellas a las que no llegaba la luz del rayo, estaban esperando los bichos cortantes. Esperando para saltar sobre ella.
A lo largo de todo el suelo estaban los cuerpos de las mujeres.
Ana no fue capaz de contarlos a simple vista, pero calculó a bote pronto que debían de ser por lo menos 20. Como 20 taxis, dijo la voz del guardia en su cabeza, cada uno con un pibón dentro. Estaban desnudas, puestas de espalda en el suelo, como diseminados sobre un altar de sacrificios, y de aquel mismo suelo suelo salían lo que parecían garras que los sujetaban abriendo sus piernas y brazos en forma de x. Al lado de cada una de ellas, de pie, estaba una de las chicas. De las muertas. De las que no hacía tanto habían intentado impedir la salida de Ana de la casa. Y el tiempo que había pasado desde aquel momento no les había sentado especialmente bien. Sus rostros parecían haberse podrido más, e incluso alguna de ellas había perdido partes de su cara o alguno de los dos ojos. Pero lo que todas tenían en su sitio era el brazo derecho. Y en cada uno de eso brazos brillaba el terrible resplandor metálico de un cuchillo.
—Ana, querida —dijo Davor desde el altar —No te quedes en la puerta, por favor. Acércate y dame un abrazo. Tenemos tanto de qué hablar.
Ana echó a caminar lentamente hacia el fondo de la sala pasando entre los cuerpos podridos y los cuerpos desnudos, entre los erguidos y los tumbados en el suelo. Y al hacerlo notó que había, de manera evidente, una diferencia generacional entre ambos. Las muertas vivientes habían sido asesinadas hacía años, y entresu muerte y el día de hoy había pasado muchas cosas. Y tanto la sociedad como la juventud habían cambiado. Así que entre los cuerpos de pie y los tumbados había mucha más diferencia que la simple podredumbre de la carne. Mientras que los primeros parecían menudos y discretos, casi como si quisieran fundirse en el entorno, los segundos saltaban a la vista con insolencia: piernas fibrosas y contorneadas en el gimnasio, pechos neumáticos, pieles marcadas por piercings y tatuajes.
“Qué fuerte, tía. Es Ana, es Ana. Ha venido. Está aquí. Tía, qué fuerte. Qué fuerte”, escuchó que decían las prisioneras como una marcha nupcial que acompañaba sus pasos hacia el altar.
El altar era el lugar en el que Davor esperaba. Davor, al igual que las jóvenes cautivas, estaba totalmente desnudo, y su atlético cuerpo relucían con destellos de sudor infernal. También sus ojos brillaban como dos ascuas encendidas. Ana tuvo que reconocerse, no sin cierto fastidio, que pocas veces lo había visto tan atractivo. Parecía un bellísimo Ángel maldito salido del infierno. A tal efecto ayudaba sobremanera que Paz, o como se llamase, la negra sirviente del demonio, tuviese detrás de él desplegadas por completo sus alas negras, lanzando su plumaje oscuro como el corazón del mal por toda la pared. También ella había cambiado. Lo que en su momento había sido una mujer que recordaba a un pájaro se había convertido en un pájaro de verdad. Un pájaro de gigantes ojos rojos y pico largo y afilado que iba siguiendo con la mirada a Ana mientras esta se acercaba. Y entre las garras de aquel pajarraco, con la ropa hecha jirones y los brazos abiertos como una insultante parodia de la imagen de cristo, estaba el Padre Pilón.
—Ana. Ana. Mi amor —dijo Davor cuando ella estuvo lo suficientemente cerca—. Espero que te guste la nueva decoración que le puesto al salón. ¿Lo ves? He hecho una iglesia. Un templo en el que tú y yo podamos unirnos para toda la eternidad. Y luego darnos un banquete con todos esos corazones jóvenes. ¿Qué te parece, mi amor? ¿No te gusta?
—Suéltalos, maldita —dijo Ana muy seria.
—¿Soltarlos? —contestó Davor—¿Soltar a quién, cariño mío? No te entiendo. Yo sólo quiero que nos casemos. ¿No lo ves? Incluso tenemos un curita que puede hacer los honores…
—Tengo gente pequeña corriéndome por debajo de la piel —dijo el Padre Pilón detrás de él con los ojos en blanco— Nemini parco et quid pro quo. Como poco coco como poco coco compro.
—¿Lo ves, Ana? ¿Lo ves? —continuó Davor— No nos falta nada. Casémonos, Ana. Hagámoslo. Esos tres fantasmones de ahí nos pueden hacer de testigos.
Ana miró a su derecha. Era cierto que a ese lado del altar había tres presencias en las que aún no había reparado. Eran tres hombretones de máscaras de tela blancas y grandes boinas, a los que al principio había tomado por otro delirio más del demoníaco lugar.
—Bueno, ya que nos alude, cagonlaleche— dijo la más alta de aquellas figuras— nosotros queríamos de verdad pedir permiso para irnos. De verdad, eh. Que es que nosotros somos fanáticos asesinos sedientos de sangre pero todo esto nos supera, mecagontoloquesemueve. Que aquí hay demon…
—¡SILENCIO!—gritó Davor—¡Vosotros no os movéis de ahí hasta que yo lo diga!
—Vale, vale, perdón…—contestaron humildemente los tres pobres terroristas.
—Basta de bromas —dijo Ana cortante—. Te he dicho que los sueltes, y que pares ya con esta estupidez.
De pronto la cara de Davor cambió, y dejó de sonreir. Y cuando volvió a hablar ya no lo hizo con su voz, sino con la de Encarna.
—Ana. Aaana. Por favor, Ana. Te creía más lanzada. Más fantasiosa—dijo—¿Vas a chafar la fiesta justo ahora? ¿Vas a hacer que me aburra? ¿Sabes? Si me aburro ahora, con sólo pensarlo podría hacer que mis niñas te destrozasen a cuchilladas. Podría hacerlo, ¿sabes?
Ana no contestó, pero miró a la cara de las pobres niñas y vio que en ellas ya no quedaba ni rastro de la alegría con la que aquellos pequeños zombis le habían pedido un papel por pequeño que fuese. Ahora, comprendió, sólo eran marionetas a merced de la diabólica mente aquella mujer.
—No, no lo harás —contestó tras tragar saliva—Me necesitas. Puede que te venga mejor tenerme aterrorizada, pero me quieres viva.
—¿yo…te quiero…viva?—contestó Encarna— No me hagas reir, Ana. Dime, contéstame: ¿para qué te voy a querer ahora si ya tengo un sustituto mucho mejor?. Un sustituto que sólo ha tenido que hacer unas cuantas llamadas para lograr que todas estas niñas vinieran aquí por su propia voluntad? ¿Lo ves? Ahora sólo tengo que sacarles el corazón y comérmelo y tendré por fin el poder suficiente. Por fin podré salir de esta casa, y reinar sobre todo el mundo. Y lo haré con este cuerpo. Con este cuerpo atlético y viril. Eso sí, Podrías unirte a mi. Podríamos ser los dos. Juntos, convirtiendo este mundo en un infierno y reinando sobre él.
—Sólo habría un problema —dijo Ana.
—¿Un problema? ¿Cuál, querida mía?
—Que tú, en realidad, no quieres ese cuerpo. No te gusta. Sólo lo has cogido porque te ha venido bien, para conseguir a esas de ahí. Y para fastidiarme, claro. Pero no es el cuerpo que quieres.
—¿Ah, no?—contestó Encarna con sorna— ¿Y cuál quiero, entonces?
—¿Cuál va a ser? El mío. ¿Y sabes qué?. Estoy dispuesta a dártelo.
—¿A dármelo? Uy qué cosa. ¿A dármelo así, directamente?
—No, directamente no —dijo Ana muy seria— te lo daré a cambio de que dejes en paz a Davor. A él y al Padre Pilón. Y bueno, de paso a esos tres de ahí, que no sé quienes son, pero no tienen pinta de estar muy a gusto. Déjalos ir, suéltalos, y prométeme que no les harás ningún daño más. Y te daré mi cuerpo, voluntariamente. Y con él podrás desatar el infierno en la tierra y reinar por los siglos de los siglos.
—Bonita —contestó Encarna con voz impostada— Yo no tengo por qué hacer ningún trato contigo. Ahora mismo estás en mi poder. Podría poseerte sin trato ninguno.
—No, no podrías—contestó Ana—. Lo intentaste antes, pero no pudiste. Te lo impidió el anillo que me había tragado. Pero ¿sabes qué? Ahora el anillo está fuera.
Y mientras decía esto, Ana abrió la mano y mostró lo que había en ella. Allí, con aún ciertas manchas marrones y blanduzcas, estaba el anillo que Davor había metido en la copa, en el Txistu, hacía tanto tiempo que a Ana le parecieron siglos.Ante su resplandor, la voz de Encarna se hizo un poquito más débil.
—Intenta poseerme sin prometerme antes lo que te he dicho y me lo tragaré de nuevo. Y habrá lucha—dijo Ana—. Pero prométeme que los soltarás y lo arrojaré lejos, y en cuanto se hayan ido quedaremos solas aquí. Tú y yo. Y nos daremos juntas el atracón de corazones.
—Tíralo —dijo Encarna secamente— Hazlo desaparecer.
—Primero promete—dijo Ana— Júralo.
—Vale, lo prometo—dijo Encarna chirriando los dientes—pero tíralo lejos.
Ana se movió lentamente, sintiendo cada uno de sus músculos tensarse, mientras llevaba a cabo la acción. Estiró su mano derecha y lanzó muy lejos el anillo, y al hacerlo vio cómo los ojos sin vida de todas las niñas muertas lo seguían por el aire, hasta que desapareció de su vista. “qué fuerte. Qué fuerte, tía. Lo ha tirado, tía, qué fuerte”, dijeron las voces de las cautivas del suelo.
—Ahora te toca cumplir lo pactado— dijo Ana.
Y la voz de Encarna no dijo nada. Pero sin ningún aviso, el horrible pájaro negro que estaba en el altar se movió y dejó caer el cuerpo ensangrentado del Padre. También Davor, de repente, pareció volver en sí y recuperar sus dulces rasgos de buen chico de pueblo croata.
—¿Qué…? ¿qué…? ¿quí pasa? —dijo.
—¡Davor! ¡Amor mío! —dijo Ana— Escucha: tienes que salir de aquí…rápido. ¡Corre!
—Pero…¿quí pasa? No recuerdo. Yo sólo, vine con Padre, y entramos en la casa. No recuerdo más…
—No tienes que entender nada, Davor. Sólo salir de aquí. Rápido. Yo me voy a quedar, y voy a arreglar todo esto…
—¡Pero…no!—contestó Davor mirando a su alrededor y entendiendo de pronto lo que ocurría —¡No! ¡Tú…tú no quedas aquí! ¡Yo no permito!¡¡No permito!!
Ana no contestó. Sólo se giró hacia los hombres encapuchados que miraban todo aquello sin atreverse a decir nada.
—Vosotros tres —ordenó Ana— Me debéis un favor. Así que sujetadlo.
No hizo falta decir más. Con movimientos paramilitares entrenados, las tres figuras saltaron al unísono sobre el futbolista y lo redujeron de tal manera que no se pudo mover.
—Y ahora —les dijo Ana— lo subís a su habitación. Que coja las cosas que le quedan allí y que se vaya. Y usted, padre. Con ellos.
—Pero, Ana, hija —dijo el Padre aún confuso— No debes hacer esto. Tiene que haber…
—Confíe en mí, Padre. Y tú, Davor—dijo girándose hacia su amor— Escucha. Tiene que ser así. He hecho un trato. Un trato para salvarte. Tienes que irte. Tienes que hacerlo, no hay otra opción. Te quiero, mi amor. Siempre te querré. Pero ahora lleváoslo.
—¡No!¡No!—gritó Davor intentando zafarse, pero Ana puso su mano cálida en la mejilla y le habló muy cerca de la cara.
—Davor, escucha—dijo marcando muy bien las palabras— tienes que hacerlo. Vete, vete lejos vete…vete al sur. Regresa al sur, por ejemplo ¿Lo entiendes? A donde te den amor. Mucho amor. ¿Entiendes?
—¡No, no entiendo! —gritó Davor—¿Qué dises tú del sur? ¡No entiendo! ¡Tu no quedas aquí! ¡No!¡¡No!!
Pero los tres fornidos hombres ya lo arrastraban lejos, y con ellos caminaba cabizbajo el Padre Pilón hacia la puerta de salida. “Qué fuerte, tía. Se va. Se lo llevan. Qué fuerte. Qué fuerte”, decían las siliconadas voces de las muchachas cautivas mientras las iba pasando. Ana esperó a que el grupo despareciese por la puerta para volver a girarse. Y al hacerlo encontró muy cerca de su cara el punzante pico del pájaro negro, y mirándola fijamente los ojos llenos de odio del animal.
—Por fin, querida —dijo el pájaro con la voz de Encarna—Por fin solos. Creí que nunca iba a llegar este momento…
(Continuará…)