DANI ORVIZ

POETA+SLAMMER+SHOWMAN

CAPÍTULO XVI: Un breve interludio rociero.

Posted by on Apr 15, 2020

 

Capítulo 15

 

Un breve interludio rociero.

 

 

Ana bajaba las escaleras de caracol con una lentitud que no era propia en ella. Pero en aquella situación estaba más que justificada. Porque de cada una de aquellas curvas iluminadas por fríos fluorescentes que activaba su movimiento podía salir cualquier cosa. Cualquiera. Si las últimas horas habían sido las más extrañas e inenarrables de toda su vida, de pronto y de manera sorpresiva la curva de extrañeza había dado un giro más y se había disparado hasta las nubes. ¿Cómo era posible aquello? ¿Un túnel de 12 kilómetros, con su propia iluminación y sistema eléctrico, que comunicaba dos casas de la urbanización? ¿Un túnel construido sin que su familia, alma mater de cualquier proyecto inmobiliario en la zona, se enterase? Si eso era verdad, y parecía serlo, quedaba claro que Encarna era una mujer mucho, pero mucho, más poderosa y capaz de lo que había dejado ver. Que ya era mucho. Interiormente, Ana no pudo evitar sentir un ramalazo de admiración por aquella mujer, incluso teniendo en cuenta lo mucho que la maldita le estaba complicando la vida. Después de todo, construir un túnel como aquel por amistad no era moco de pavo. ¿Hubiese sido capaz Ana de hacerlo por cualquiera de sus amistades? Por supuesto, se contestó. Con sus propias manos si hubiera hecho falta. Pero Ana era Ana, no lo olvidemos. Al igual que Encarna, estaba hecha de otra pasta.

Pero ahora el problema era otro, pensó mientras la música de la fiesta en la casa que dejaba iba quedando atrás, y su sombra se extendía intermitente por los escalones. Con túnel o no, eran 12 kilómetros de distancia los que la separaban de la casa encantada por el maldito demonio. 12 kilómetros que tendría que recorrer de alguna manera. Probablemente a pie, por pasadizos húmedos y con toda seguridad llenos de ratas, y en los que la iluminación, por moderna que fuese, podría dejarla tirada en cualquier momento. Ana volvió a pensar en Isabel La Tonadillera, recorriendo aquel camino para ver a su amiga, y de nuevo su corazón se enterneció un poquito al pensar en el fuerte vínculo que ambas habían compartido en el pasado.

De pronto la escalera de caracol terminó y le mostró un largo pasillo cuyo final no era capaz de atisbar. Ahora ya no se escuchaba nada que no fuesen sus propios pasos y su respiración. Ana recorrió el pasillo con paso seguro, y tras una decena de metros salió a una estancia mucho más amplia.

Sus ojos volvieron a abrirse como platos de nuevo al ver el lugar al que había llegado.

 

Era una estación de metro. No había otra manera posible de describirla. Ana, claro, hacía mucho que no pisaba una, pero seguro que no habían cambiado tanto desde sus tiempos en Londres o Nueva York. Y aquello, claramente, era una. Pero también, a la vez, era la estación más rara que ella hubiese visto jamás.

Todo lo que la componía era en miniatura, claro. Porque en vez de estar creada para el pueblo en general, aquel sitio era sólo para el paso de una persona. Pero fuese en miniatura o no, no le faltaba ni un detalle. El andén se extendía a izquierda y derecha, y en él no faltaban ni los bancos, ni las papeleras, ni incluso los carteles publicitarios, que en este caso eran todos portadas de discos de la misma Isabel. Sobre ellos, en letras blancas sobre un fondo fucsia pastel, se leía el nombre de la estación: “Cantora”. No podía ser de otra manera. Pero lo más extraño de todo, con mucho, era el vagón que estaba parado en el andén.

Porque lo cierto es que no era un vagón, sino un carrito rociero que tiraban dos caballitos de madera articulados, como los de los carruseles.

 

Una estación de metro en miniatura escondida secretamente bajo una mansión de la Moraleja, con un carrito rociero haciendo las veces de tren. Todo aquello sonaba imposible dicho así. Pero teniéndolo delante, lo cierto era que el conjunto se sostenía sorprendentemente bien. Resultaba incluso estético. Era el tipo de cosa que Ana hubiese podido imaginarse en cualquiera de sus habituales fantasías. Sólo que ahora era real, y no podía perder el tiempo contemplándolo. Si el carrito estaba allí esperándola, lo lógico era subirse en el carrito.

 

Ana abrió la portezuela lateral y se alzó con agilidad hasta el asiento acolchado con fino cuero, que la acogió como si llevase mucho tiempo añorando el roce de un trasero. Qué debía hacer ahora tampoco resultaba muy difícil de imaginar. Delante de sí, en la parte frontal del carro, salía un botón gigante, con forma de rojo corazón, que no podía ser otra cosa que la manera de ponerlo en marcha. Ana lo apretó con la fuerza de un concursante dando la pregunta del millón en un programa de la tele.

Y al apretarlo, todo se puso en marcha. Los ojos de los caballitos de madera se iluminaron, sonaron los cascabeles de sus riendas, el carrito se estremeció. Y por los altavoces ocultos sono de repente la conocida y modulada voz de Encarna, haciendo que Ana se estremeciese. Pero esta vez no era la Encarna fría y dura que Ana había conocido, sino una versión más dulce y humana que, curiosamente la hacía parecer más rara.

—Estimados viajeros —decía la grabación— Bienvenidos a la línea de metro exclusiva “Cantora—Voz de España”. Pónganse cómodos y disfruten del viaje. Se estima una duración del trayecto de aproximadamente veinte minutos. Para hacerles más llevadero el trayecto, nos hemos permitido seleccionarles una música adecuada. Que la disfruten.

Y el carrito se puso en marcha justo a la vez que ocupaban los altavoces los inconfundibles primeros acordes de la canción “Je t´aime, moi non plus”, aquel tema francés que había calentado la imaginación de miles de jóvenes de la mojigata generación anterior a la de Ana. Pero Ana se dio cuenta rápido de que aquella versión no era la habitual, sino una muy especial. Ya que en vez de sonar sobre la sugerente base musical las habituales voces masculina y femenina, en esta era una vez más la voz de Encarna la que sonaba.

—Sí. Oh, sí. Sinvergüenzas—susurraba— Ah, así, así…mediocres. Mindundis. Sí, sí. Oh…

Y seguía. Seguía. Sólo hicieron falta un par de minutos para que Ana se diese cuenta de que la selección musical se reducía aquella canción, y que por tanto la iba a acompañar hasta que llegase a la otra estación.

 

Ana dejó caer su cabeza sobre las manos y respiró muy profundo mientras el carrito se movía raudo por los raíles. Veinte minutos, había dicho la voz. Y Ana pensó en lo que significaba aquella cifra. Ana había pasado frío en Londres, se había aburrido en Nueva York, había esperado en las cocinas de los oscars hasta poder colarse. No se podía decir que fuese una mujer que no había tenido experiencias duras a lo largo de su vida.

 

Pero aquellos iban a ser, sin duda alguna, los veinte minutos más largos de toda su existencia.

 

(Continuará…)

 

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