CAPÍTULO VIII: Una conversación entre amigos.
Capítulo 8.
Una conversación entre amigos.
Mientras todo esto sucedía en la gran casa, Davor se había ido con su equipo a la ciudad de Zaragoza, a enfrentarse al equipo de allí. Durante todo el tiempo, mientras duraba el entrenamiento, y luego, durante el mismo partido, no había logrado quitarse de la cabeza el extraño comportamiento de Ana la noche anterior, cuando había reaccionado de aquella extraña manera a su aparición en la televisión. En aquel momento de su relación, Davor sentía que la conocía ya de toda la vida, y aunque una persona podía perfectamente tener sus altos y sus bajos, él tenía más que clara una cosa. Aquella que había gritado a la tele no era Ana. O quizás no era Ana del todo.
La preocupación era evidente tanto en su rostro como en su juego. Tanto que, tras ver su poca concentración en los entrenamientos, aquella jornada en el estadio de la Romareda su entrenador, el alemán Josef Heynkes, había preferido ponerlo de suplente en vez de en el 11 inicial. Desde el banquillo, había visto cómo un partido aparentemente fácil para el Real Madrid, con goles de Raúl en el minuto 2, y Guti en el 21, acababa convertido en un empate por los fieros jugadores mañicos, que lucharon como auténticas fieras. Davor salió en el minuto 82, casi como si el entrenador esperase de él un milagro de última hora, pero el milagro no sucedió. En el marcador se quedaron marcados los doses gemelos y todo el equipo merengue regresó al vestuario con la sensación de haber sufrido una derrota en vez de un empate.
Tras la reparadora ducha, mientras Davor se vestía taciturno, su compañero Hierro se acercó a él.
—Ey, Davor—le dijo—. Perdona si te molesto, ¿no? Pero es que te he notado hoy muy bajo de energía. Como preocupado, ¿no? Y ey, aquí somos un equipo, compañero. Lo que sufre uno lo sufrimos todos, ¿no?
—Grasias, Fernando —contestó Davor— No molestas ni mínimo. Y sí, tengo procupasión, pero yo no quería disirla porque puede pareser…tonto.
—Aquí nadie parece tonto, Davor —contestó Hierro— Por tonto que sea. O sea, ¿no?.
Así que Davor le contó todo lo que le había pasado antes de irse al partido: la compra de la casa, la visita del Padre Pilón y el posterior comportamiento extraño de Ana. Y también sus dudas sobre la existencia o no de espíritus en la casa.
—Mira, te voy a decir una cosa —dijo Hierro cuando Davor terminó, tras pensar un momento— Lo normal en este caso…¿no?…sería que yo te dijera…¿no?…que eso que dices no son más que tonterías y que los fantasmas…pues no existen…¿no?. Que sólo existen en nuestra imaginación, ¿no? —y luego hizo una pausa mirando muy fijamente a Davor— Pero te voy a decir una cosa: Yo soy una persona moderna. Abierta de mente, ¿no? Y te digo una cosa: En este mundo…¿eh?…en este mundo en el que vivimos…¿no?…pues en este mundo…en este mundo hay cosas…¿no?…cosas…cosas que la ciencia no puede explicar. No las puede explicar. Pero las hay. Y a lo mejor…pues lo que pasa en vuestra casa. Es una de esas cosas. No digo que sea, ¿eh? Pero puede serlo.
—Ya, intiendo —contestó Davor— Intiendo pero me cuesta aseptar. Cuando yo nasí, en mi país mandaba comunismo. Y comunismo desía no superstisión, no…no fantasmas. No seres de imaginasión. Sólo trabajo. Un hombre hase su destino. No una fuerza fantástica de sielo. No hay fantasmas, sólo lo que hasemos aquí. Y yo…pues yo cuesta aseptar esto.
—Y, sin embargo—dijo una voz a sus espaldas— existe una posible explicación que os daría la razón a los dos.
Ambos hombres se giraron sorprendidos. Y cuando lo hicieron vieron con sorpresa que el que había hablado era Raúl, el capitán del equipo. Un joven lleno de garra y fuerza que muy rápidamente, desde que hacía unos años había ascendido al primer equipo, se había ganado el estrellato por su buen hacer en el campo. Pero, como una vez más iba a demostrar, no sólo en el campo era un gran jugador.
—Presupongo por lo que os he escuchado decir —continuó Raúl con tono amable— que ninguno de los dos ha leído a Jung. ¿estoy en lo cierto?
Ambos hombres negaron con la cabeza.
—Fue un psicólogo austríaco, discípulo de Freud —explicó— y por tanto continuador de la rama del psicoanálisis. Pero —dijo, marcando cada sílaba de la palabra— a pesar de que es eminentemente Freudiano, Jung añade a su corpus teórico, digamos, ciertas, como diría, particularidades que Freud no admite. Porque mientras que Freud es totalmente racionalista…es decir…que no admite ningún tipo de causalidad fuera de la naturaleza (nada sobrenatural, vamos), Jung , sin dejar lo racional, SÍ que admite ciertos…digamos…fenómenos extraños.
—Tienes mi atensión, capitán —dijo Davor con la boca abierta.
—Digamos que Jung…llega a admitir —continuó el capitán— que existe un cierto…llamémoslo…inconsciente colectivo…formado por la suma de todos los pensamientos humanos. Y este inconsciente…en algunos casos…puede incluso actuar sobre lo físico. Él mismo cita la historia de un rey Austríaco que tenía un reloj, el cual cuidaba con auténtica precisión, y devoción. Pues bien…cuando ese rey se murió…en el mismo instante en que el corazón del rey se paró…el reloj se paró también. Y nunca más volvió a funcionar.
Ambos futbolistas escuchaban a su capitán en silencio, y cuando él contó el destino del rey y el reloj, no pudieron evitar tragar saliva emocionados.
—Sin embargo…¿acaso Jung explica eso de manera sobrenatural? —dijo Raúl, y sin esperar respuesta él mismo se contestó— Negativo. Jung lo que nos dice es que el rey desarrolló mentalmente un vínculo con aquel objeto. Un vínculo que fue secundado por toda la corte. Para todo el mundo de palacio, rey y reloj…eran la misma cosa. Y ahí…se creó un espacio de mente colectiva, tan fuerte…que lo hizo suceder. Pues imagínate lo que dices con la casa. Si la historia del reloj pasó con que sólo la gente de palacio creyese en ella, imagínate un país entero creyendo que en una casa hay fantasmas…
—Uau— dijo Davor en voz alta— Eso explicaría esistensia fenómenos extraños sin nesesidad ser sobrenatural. Y así yo puedo creer que fenómenos extraños existen…y defender a Ana de ellos. Capitán, ese Jung es grande sabio.
—Ché —dijo la voz del jugador argentino Redondo tras ellos – pues vos aún no conosés a Wilhen Reich. Ahí si que alusinarías…
Y todos rieron. Mientras lo hacían, Davor miró con orgullo a aquellos hombres sudorosos y esculpidos en fibra. Cuando la guerra había estallado en su país, y le había surgido la posibilidad de venirse a España, es justo decir que había dudado. Había algo en el carácter tosco de los españoles que, desde lejos, no le acababa de agradar. Davor pensaba que España era un país en el que se celebraba la ignorancia y la incultura, y donde cualquier propuesta mínimamente intelectual era rápidamente cercenada. Sin embargo, aquellos compañeros de camiseta merengue le habían sacado rápidamente de su error, y ahora Davor sabía que en aquel vestuario no sólo tenía unos amigos, sino unos caballeros ilustrados y renacentistas, adalides de la cultura y el saber. Y que juntas sus mentes privilegiadas podían lograrlo todo.
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Unas horas más tarde Davor ya estaba conduciendo en su automóvil último modelo de regreso a casa. Al contrario de como había salido, ahora se sentía seguro de sí mismo y decidido a enfrentarse junto a Ana con aquellas extrañas presencias. Con maestría conductora abrió la puerta de hierro y colocó el coche en el garaje. Apenas salió de él que sintió de nuevo el extraño olor a leche rancia.
Mientras subía las escaleras escuchó que sonaba una extraña música. “Se me enamora el alma, se me enamora…” decía una bonita voz de acento andalusí.
—¿Davor, eres tú? —dijo Ana desde arriba.
—Sí, yo soy —contestó él.
—¡Espera, espera!—dijo ella saliendo del salón y cerrando la puerta tras de sí—no entres, que te tengo una sorpresa.
Davor la miró de arriba a abajo. Ana estaba de verdad radiante. Se había puesto un vestido rojo ceñido que marcaba todas las curvas de su cuidado cuerpo, y se había maquillado y pintado los labios de un rojo aún más vivo. Las mejillas, sin embargo, le brillaban con un rojo natural, casi febril, que aumentaba al máximo el atractivo del conjunto. Pero lo que más brillaban eran sus ojos, que parecían dos carbones encendidos.
—Bueno…¿qué te parece?— dijo ella sonriendo.
—Estás…imprisonante —contestó él.
—No, tonto —dijo ella dándole un codazo—que qué te parece la casa. He pintado las paredes.
Davor miró a su alrededor rápidamente. Lo cierto era que no notaba ninguna diferencia con como la había dejado, pero bueno. Quizás Ana había respetado los colores originales.
—Ah…sí. Muy bien. Muy bien.—contestó— ¿y cual sorpresa tienes?
—Pues he preparado una cena muy especial, para los dos—pero tienes que ponerte esta venda en los ojos para entrar.
Sin entender mucho lo que pasaba, Davor cogió la cinta negra que Ana le extendía y se tapó los ojos con ella. En la oscuridad total, el olor a leche rancia parecía mucho más intenso. Quizás Ana había preparado alguna receta rara, pensó, así que se dejó llevar de la mano al salón, hasta que Ana lo situó en un lugar concreto. Davor escuchó una risilla que no era la de Ana.
—¿Quién hay…?
—Ssssshhh—dijo ella—no preguntes y quítate la venda.
Davor hizo lo que Ana le mandaba. Al principio la luz lo deslumbró y no pudo ver nada, pero cuando se acostumbró y pudo ver por fin, tampoco su cerebro aceptó lo que estaba pasando allí.
Ana había trasladado la gran mesa de madera de la cocina hasta el centro del salón. Y ahora, en aquella gran mesa, había una chica joven con los brazos y piernas atados en forma de X, y completamente desnuda.
—¡Uau! ¡uau!—dijo la chica— ¡era verdad! ¡No me mentiste!¡Es Davor!¡Uau! ¡Davor, soy súper fan! ¡Hala Madrid!
—Pero..¿qué? —dijo Davor sin entender nada.
—Shhhh..—dijo Ana sonriendo—no preguntes. Esta es mi sorpresa. ¿Alguna vez has comido un corazón humano aún latiendo? No hay mejor manjar en la tierra. Y como hombre de la casa, te toca trinchar…
Y mientras lo decía, puso en la mano de Davor el cuchillo más grande y afilado de la casa.
(continuará…)