DANI ORVIZ

POETA+SLAMMER+SHOWMAN

PRÓLOGO: LA SEÑORA (I)

Posted by on Mar 22, 2020

 

 

¡¡TEMBLAD,PEDAZO DE SINVERGÜENZAS!!

Prólogo.

 

La señora (I).

 

 

 

Era de noche y sin embargo llovía. Llovía tanto que Marianela era incapaz de percibir al completo los contornos de la gran casa que tenía delante. No ayudaba a ello, claro, que el edificio estuviese en la más completa oscuridad, sin una sola luz iluminando sus ventanas o su jardín. Por comparación, a cada uno de sus lados las elegantes mansiones de La Moraleja resplandecían cálidas e iluminadas por acogedoras luces, dando a entender la lujosa y brillante vida que residía en su interior. Sin embargo, a través de la reja de aquella entrada Marianela solo era capaz de ver un espacio muerto y vacío. Igual que si tuviese enfrente de sí un agujero negro de esos de los documentales del cosmos.

 

Por un momento pensó que se había equivocado, y que todo el camino que había hecho desde el autobús no había servido de nada. Pero el número que lucía en el muro no dejaba lugar a dudas. Aquel era el sitio, por muy oscuro que estuviese. Así que intentando que las ráfagas de viento no le arrancasen el paraguas ni el bolso de las manos, la joven estiró su brazo y pulsó el timbre. No pareció sonar nada, pero tras unos segundos de espera escuchó un chasquido que le indicó que el seguro de la puerta de entrada al jardín se había abierto. Marianela traspasó el umbral exterior del jardín y recorrió la distancia que la separaba del edificio con paso rápido. El estallido de un rayo le permitió ver un poco del jardín que la rodeaba, apenas el borde de una piscina vacía y algunas palmeras que se agitaban frágiles bajo el vendaval. Luego vino el trueno, que hizo temblar la gravilla del camino que pisaba. Con más prisa aún subió los escalones que la separaban de la gran puerta de roble, la cual también encontró cerrada.

Al querer hacer lo mismo que hacía un momento, la jovencita comprobó con fastidio que no era capaz de encontrar el timbre por ningún sitio. Palpó a tientas por todo el espacio que rodeaba la puerta, pero su búsqueda fue infructuosa.  Cuando ya desesperaba, el estallido de un nuevo rayo le mostró la gran aldaba metálica que lucía en el centro de la puerta. Quizás era una solución algo loca pero parecía la única solución posible.

 

¡PUM!¡PUM!¡PUM!, cada uno de los tres aldabazos resonó en el aire de la noche haciendo palidecer al constante tac tac de las gotas de lluvia. Cuando se preguntaba ya si propinar un cuarto, llegó a sus oídos un leve sonido de deslizamiento, y sus asombrados ojos vieron cómo la hoja de roble se movía lentamente hacia atrás en sus bisagras.

Del hueco negro en el que se convirtió la puerta, salió primero la débil luz de una vela, y tras ella una nariz ganchuda y unos ojos, tan grandes y blancos como pelotas de ping pong, que la contemplaron en silencio. Cuando su vista se acostumbró del todo al minúsculo foco de luz, Marianela vio que tenía frente a sí a una vieja delgada y encorvada, llena de arrugas, que vestía toda de negro. La misteriosa aparición permanecía callada, como si esperase que fuese la joven quien rompiese el silencio.

 

—Hola, soy Marianela Santos —dijo Marianela—. Tengo una cita con…con la Señora.

 

La vieja no contestó. Simplemente se dio la vuelta y dejó que la oscuridad del interior de la casa se la tragase de nuevo, y la joven entendió con ello que debía seguirla. Así que cruzó también el umbral. Otro rayó estalló en el cielo justo cuando entraba, y le produjo un sobresalto ante la visión de otra persona a su izquierda. Pero apenas el rayo se hubo apagado, la pequeña luz de la vela le permitió observar que se trataba de un gran espejo que cubría toda la pared. Reflejada en él, Marianela observó con fastidio que la caminata bajo la tormenta había dejado la parte inferior de su vestido rosa totalmente mojada y arrugada, dándole un aspecto vulgar y pobre. Por suerte, el paraguas había protegido bien la parte de arriba y su pelo rubio seguía sujeto por la bonita diadema de flores y perfectamente liso y brillante. Seguro que a la señora le gustaría igualmente.

 

Mientras pensaba sobre su aspecto, la vieja había continuado su paso, y Marianela tuvo que acelerar su camino por el pasillo a oscuras para alcanzarla. En total silencio, las dos recorrieron varios metros hasta salir a un amplio salón cuya cristalera mostraba el jardín trasero, en el que las palmeras seguían bailando a merced de la tempestad. En la penumbra grisácea, la joven notó que todos los elegantes muebles de la estancia estaban cubiertos con plásticos, como si fuese a haber una mudanza. Y, cosa rara, que también el suelo estaba recubierto con plástico transparente. Ambas figuras avanzaron hasta la pared del fondo. Cuando llegaron allí, la vieja levantó su mano huesuda y señaló el gran cuadro que cubría la pared.

Era un retrato gigante de la Señora. Alta y orgullosa como una reina, tal y como uno se la imaginaba si pensaba en ella. Pero aquí aparecía aumentada, más grande y más impresionante. Como si midiese cuatro, cinco metros. Más. Marianela no pudo evitar pensar a dónde hubiese llegado la señora de tener el tamaño que tenía en aquel cuadro en vez del tamaño de una persona normal. Sintió que la situación requería un comentario, pero cuando se giró hacia la anciana, descubrió con sorpresa que ya no había nadie a quién hablarle. Estaba sola en la habitación.

 

La tormenta seguía bramando fuera y Marianela no sabía lo que se esperaba de ella. Simplemente por hacer algo, volvió su vista de nuevo hacia el cuadro, en el que la luz irreal y color hueso de la estancia dotaba a los rasgos de la retratada de un aura metálica y terrible. Hubo de pronto un rayo tan fuerte que cegó su visión, y un trueno gigante sonando al unísono, y en cuanto Marianela volvió a poder abrir los ojos, descubrió que la imagen del cuadro ahora estaba acompañada de una réplica en menor tamaño que repetía su gesto de grandiosidad delante mismo de ella. Allí, en carne y hueso, estaba la Señora en persona.

 

—Ah. Veo que Paz te ha traído por fin — dijo con la misma voz que Marianela tantas veces había escuchado a través de las ondas radiofónicas—. Gracias. Gracias a Paz.

—Paz…¿Paz es su…bueno…su sirvienta?

—Paz es Paz—contestó la señora—. Paz lo es todo para mí. Que haría yo sin Paz a estas alturas. No sería ni yo—hizo una pausa, como si reflexionase—. Pero qué maleducada soy. Hola. Hola, bonita. Bienvenida a mi casa. Acércate, acércate que te vea.

—Buenas noches, señora —dijo Marianela recordando mentalmente el guión que tantas veces había repetido—. Soy Marianela Santos, la hija de Mariana la Chata, la del estanco de Carboneras. Mi madre me dijo que había hablado con usted para lo de la prueba, para…para lo de la radio…¿sabe?

—Sí, sí—contestó la señora—. Pero acércate, acércate, deja que te vea. ¿Has venido sola, como te dije, niña?

 

Marianela asintió antes de acercarse. La señora extendió entonces sus manos recias y fuertes hacia ella, y la hizo estremecerse con el contacto frío que le proporcionaron mientras tocaban su cara. Su madre se lo había dicho bien claro antes de mandarla en el autobús a Madrid con aquella dirección. “Marianela”, le había dicho,” si de verdad quieres cumplir tu sueño de ser locutora de radio, tienes que hacer todo lo que te diga la señora. TODO”. Y Marianela había venido concienciada sobre todas las posibilidades que implicaba aquel todo, pero de repente aquel tacto la repelía, le daba ganas de salir corriendo. Y tampoco ayudaba aquel extraño olor que invadía de pronto toda la casa, un olor como de…como de…

“Como de leche agria”, pensó mientras intentaba ganar tiempo. De pronto sintió que casi no tenía ganas ya de ser locutora de radio. De lo único que tenía ganas era de salir de aquella casa terrible y volver a su pueblo, y casarse de una vez con el pesado del Blas y abrir una peluquería y tener muchos hijos. Recordó de pronto la otro que su madre le había dicho. “Sobre todo no digas la palabra. Esa palabra no se te ocurra nunca decirla delante de la Señora”. A Marianela aquella palabra le había parecido absurda, pero ahora decirla le parecía una posibilidad más que apetecible.

 

La mano de la señora se retiró súbitamente de su cara y Marianela respiró aliviada. Otra vez recordó por qué estaba en aquella casa, y sus ganas de tener la oportunidad volvieron a ella. La Señora se había alejado un poco y la miraba de arriba a abajo aprobando lo que tenía delante.

 

—Mire, Señora—dijo Marianela para romper el incómodo silencio mientras abría el bolso y sacaba una grabadora de casette—. He traído unas pruebas para que las escuche, y vea si valgo. A mí siempre me ha gustado la radio, la escuchaba a usted desde…desde que empezó, casi.

 

La joven apretó el botón de play y del la pequeña grabadora salió de pronto su propia voz hablando con tono impostado, como si fuese una locutora. “señorasss, señoresss…ammmigas, ammmigos…biennnvenidos a la tarrde con Marianela. El prrrograma que essscuchan losss esspañoles que saben. Essssta tarrrde tenemosss con nosotrossss a la famosa cannntante y tonadillera Rrrocío Jurada, quien viene a prrrresentarnos su último elepé…”

 

Pero a la Señora le daba igual el último elepé de Rocío Jurada. En un movimiento veloz puso su cara muy cerca de la de la joven, tanto que esta pudo ver en el fondo de sus ojos la luz negra y cortante que contenían. Pero sólo fue una milésima de segundo.

 

—Dime, bonita—dijo la Señora—. ¿Eres virgen?

— ¿Cómo?—contestó Marianela asombrada— Pues…pues claro. Sí…sí. Lo soy.

 

La señora arrugó la frente. Luego volvió a extender su mano y tocó levemente la cara de Marianela con su tacto gélido.

 

—Sí, ya veo, ya. Tú tienes de virgen lo que yo de santa, querida mía —dijo sonriendo de nuevo—. Y menos mal. Si no, no me servirías de nada.

 

La joven dejó caer su brazo. En la grabadora seguía sonando su voz, que rebotaba con un eco cansado sobre las blancas paredes de la habitación vacía. “Rocío, cuéntanossss…¿cuálesss han sido tus sentimientossss a la hora de elegirrrr las cancionessss para este nuevo trrrabajo?”, decía la Marianela de dos días atrás con ilusión. Aquella que aún no sospechaba que acabaría allí, en aquel sitio, bajo aquella tormenta. Entendió entonces que había llegado el momento de demostrar qué significaba aquel completamente TODO que su madre le había dicho. Llevó su mano hacia atrás y uno por uno desabrochó los botones del vestido rosa, que cayó al suelo a plomo debido al peso de la lluvia que lo había mojado. Entonces quedó en ropa interior delante de la Señora.

 

—¿Qué haces, niña? —dijo ella.

—Bueno, señora…yo…yo pensaba que a usted le gustaba esto. Como ha preguntado lo de si soy virgen…pues yo pensé que…

—¿Gustarme..esto? ¡JAJAJAJAJAJA! —la señora soltó una carcajada a boca abierta que hizo que en la penumbra sus dientes parecieran afilados y amarillentos— Lo que me gusta a mí, niña, tú no te lo puedes ni imaginar…pero ni imaginarlo, vamos. Eso sí, estás a punto de conocerlo. Y entonces ya verás que para ello me da igual que estés vestida o desnuda.

 

Mientras hablaba los rasgos de su cara habían comenzado a estirarse en un mueca deformada y sus ojos brillaban fieros con un blanco cortante como el color del rayo. Rayo, rayo. Marianela pensó rayo y en el exterior estalló otro rayo que iluminó la habitación entera, y solo entonces la joven se dio cuenta de que las paredes enteras estaban de pronto llenas de inscripciones. Repetida cien, hasta mil veces con pintura negra, una sola palabra. Un nombre raro, del que ella sólo fue capaz a leer las primeras letras.

 

—¿Por qué…por qué está escrito el nombre de su criada en las paredes? Señora…tengo miedo…

—Es para tenerlo, bonita…es para tenerlo…—dijo la Señora, que ya no era casi la Señora, mientras se le venía encima con los dientes brillantes como cuchillos.

 

La grabadora se le escapó de la mano e impactó contra el suelo con un ruido seco, y entonces la voz de la Marianela de anteayer dejó de sonar. Y la de hoy quiso echar a correr, pero al girarse vio con un espasmo de horror que ya no estaban solas. La sirvienta (¿Paz?) había regresado. Pero ella tampoco era casi ya la sirvienta. Porque lo que antes era una vieja horrible ahora se había convertido en algo mucho más horrible que una vieja. Aquellos ojos eran ahora tan grandes como dos diabólicas lunas llenas, y los rasgos de su cara parecían haberse estirado hasta hacerse imposibles. Y el vestido. El vestido negro era otra cosa, las mangas se abrían grandísimas a los lados, hechas jirones negros que cortaban como cuchillas. Y de ellas salieron las dos garras que asieron fuerte las muñecas de Marianela, impidiendo a la joven toda huida. Es un pájaro, pensó la joven sintiendo cómo poco a poco su mente se deslizaba hacia la locura. La sirvienta es un pájaro. Y con su nariz picuda convertida ahora en un pico afilado aquel pájaro gigante pinchó el pecho de la joven en su parte izquierda y apretó con lentitud hasta que salió de él una breve y finísima gota de sangre.

 

—Ustedes…ustedes no pueden hacerme esto —dijo la joven en un tono entre la afirmación y la súplica—. Mi madre…mi madre sabe que estoy aquí.

—Tu madre. Ja, tu madre. Tu madre no va a preguntar por ti, bonita—contestó la Señora—. ¿Nunca has pensado quién puso el dinero para que el estanco no cerrase, hace dos años, cuando el inútil de tu padre se lo jugó todo a la tragaperras? Todo préstamo tiene una contrapartida, niña.

—No…no…—balbuceó Marianela intentando asimilar el horror de lo que estaba escuchando. Mientras tanto, el pico de la vieja seguía clavándose más y más, y dolía. Dolía mucho.

En un espasmo de miedo, la joven recordó la palabra. Y supo que si existía un momento bueno para decirla, sin duda era ese.

—Empanadilla—dijo.

 

El demencial ser que hacía un rato había sido la señora se estremeció levemente. “Demasiado tarde, niña”, dijo después. Y Marianela notó entonces que el pinchazo en su pecho se aliviaba, y vio que la Señora alzaba la mano hacia su cara y le enseñaba algo, como un fruto colorado sangriento que latía y latía. Pom pom. Pom pom. Y comprendió de pronto lo que era aquello y enloqueció. Enloqueció entre risas y lágrimas, suplicando y llorando y diciendo que ella sólo quería ser locutora de radio. Y que el último elepé de Rocío Jurada y bleurgh bleurgh bleurgh. Sin escucharla, la Señora clavó sus dientes afilados sobre el corazón aún latiente.

 

Y Marianela gritó entonces, gritó como nunca había gritado en su vida. Pero bajo la tormenta nadie podía oír sus gritos.

 

 

 

 

 

 

 

FIN DEL PRÓLOGO

(Continúa en el Capítulo 1)